Son las 4 de la mañana y en nada va a sonar el despertador.

Me despierto unos 10 minutos antes de la alarma porque mi cuerpo ya se ha acostumbrado a este horario. He sido educado, como un perro. Durante esta pausa me gusta reflexionar sobre mi destino.

  • ¿Debería esforzarme más?
  • ¿Servirá para algo?

La alarma suena, es momento de levantarse.

Lo primero que hago es darme una ducha porque sino cualquier silla será mi tumba. Me ducho con agua fría, no porque algún flipado de Internet lo haya dicho sino porque es más barato.

Las 04:20. El desayuno me gustaría que fuese más saludable pero no tengo tiempo, así que café sólo y arreando. Es curioso porque cuando era joven nunca me hubiese imaginado llegar a dejarme tanto.

Antes de salir al trabajo me gusta respirar aire fresco por la ventana para empezar el día con la mejor mentalidad pero rápidamente recuerdo que vivo en un segundo delante de una de las arterias principales de la ciudad.

Recuerdo un sábado que unos borrachos me dijeron si iba a saltar. Me pareció una broma de mal gusto, pero viéndolo en perspectiva creo que realmente estaban preocupados por mi.

Es hora de ir al trabajo.

Cierro la puerta y me largo del piso que dentro de 30 años será oficialmente mío. A Dios le pido que todos los vecino tengan las instalaciones de gas y electricidad en condiciones para que al volver aún tenga un sitio donde caerme muerto.

Antes iba en transporte público al trabajo pero a veces me encontraba con antiguos compañeros. Me solía enfadar cuando alguno de ellos hacía ver que no me conocían o que directamente no me habían visto, ahora es mucho más fácil para mi que eso siga así.

Trabajo de cara al público y a esas horas ves gente reventada, cansada de la vida. Los han sacado de su sueño del cuál preferirían no haberse despertado. Van a lugares donde no quieren estar. Si algo ocurriese ahora estoy seguro que nadie movería ni un dedo por ayudar.

Termina mi jornada laboral y vuelvo a casa, la misma rutina de siempre. La rutina sin propósito acaba con tu salud mental, te mata lentamente ─¿Acabará conmigo también?─.

Son las nueve de la noche y me tumbo con la misma ilusión de siempre, ojalá no despierte mañana. Me es imposible dormir porque mis queridos vecinos vuelven a discutir, como cada noche. Antes se cortaban un poco pero ahora que lo sabe todo el vecindario les da igual. No se si una vida llena de dramas sería más interesante. No lo sé, creo que prefiero tener dramas internos, en mi mente.

Siguen discutiendo así que me refugio en mis pensamientos hasta que el agotamiento mental acabe conmigo y me vaya con Morfeo. Son siempre los mismos recuerdos, los mismos escenarios, en mi caso es siempre el mismo acertijo:

¿Que nace cada noche y muere en cada amanecer?

La respuesta es la esperanza. La primera vez que leí este acertijo no lo entendí pero con el tiempo, normalmente cuando has tocado suelo en tu vida, lo acabas pillando.

Te acuestas cada noche con un objetivo, una intención. Sabes los pasos a seguir para lograr salir de ese pozo de mierda en el que estas metido. Conocedor de tu miseria sabes que ya te has dicho eso la noche de ayer, y la de antes de ayer también, pero esta vez es diferente. Eres lo suficientemente maduro para saber que tus fallos del pasado no puede lastrar tu futuro, con la humildad de aquel que sabe que el orgullo te puede cegar ─esta vez lo vas a lograr, mañana lo conseguirás todo─.

Un nuevo día amanece (que no es poco) y te das cuenta que es la mañana en la que se supone que las cosas deberían mejorar, que es la mañana en la que deberías hacer todas las cosas que dijiste ayer ─realmente no tenías la intención de hacerlas, simplemente delegabas esas acciones para tu yo del mañana─, pero hoy es el mañana de ayer y no hay ningún yo del mañana presente, y eres tú con la misma depresión y amargura de siempre.

Tu esperanza, tu determinación (la cual estaba en su punto más álgido hace apenas 6 horas) se desvanece como el café torrefactado que acabas de echar en tu vaso de agua hirviendo.